Aquella noche se reunieron todos los amigos para cenar en casa de Maite, que se sentía pletórica por haber logrado que Celia, gracias a su insistencia, cambiara el insomnio y llanto que le acompañaban todas las noches desde que falleció su madre (hacía menos de un año), por un montón de risas con todos ellos.
Celia acudió a la cena sola con su coche y, otro amigo común, Román, hizo lo propio con el suyo; pero a la hora de marcharse, se quedaron rezagados hablando en la puerta de casa Maite y, cuando ya no quedaba nadie, él le preguntó a ella si la acercaba a la suya.
Como Celia, además de haber bebido unas copitas de más, bebía los vientos por Román (cosa que, por su tímido carácter, ningún amigo sabía) se hizo la olvidadiza respecto a su vehículo aparcado en una calle paralela ("Qué mas da, mañana vengo a por él y punto", pensó). Que él se ofreciera a llevarla a casa le pareció el 'momento estrella' de la noche y, no estando dispuesta a desperdiciarlo, accedió literalmente encantada.
Llegados ya a la altura del modesto apartamento en el que Celia vivía sola desde hacía varios años, Román detuvo el vehículo y ella se despidió dándole las gracias, dos besos y un "nos vemos pronto". Eran amigos y tenía esa certeza, no era solo un decir. O sí...
Mientras rebuscaba las llaves del portal en su bolso, le vino como un fogonazo un pensamiento: al día siguiente, Día de Todos los Santos, había quedado con su padre que lo llevaría al cementerio a ponerle flores a su madre. Iban a menudo, pero para él ese día era especial. Al pobre le habían retirado ya por su avanzada edad el carnet de conducir y, para determinadas cosas, dependía de ella completamente.
Las palabras de su padre ("pero bien prontito, Celia, hija, que ya sabes cómo se pone el cementerio a medida que avanza el día") le hicieron recapacitar y, lejos de entrar en su casa y meterse en su cama, se miró los pies para comprobar que llevaba zapatos cómodos y, dando un resoplido, empezó a desandar lo que tan gustosa y, sobre todo, tan deliberadamente había recorrido en el vehículo de Román.
Sabía que, de no hacerlo así, a pesar de ser las 2.00 a.m., no iba a dormir tranquila pensando en que debía madrugar más de lo necesario en busca de su coche. Aunque era un tramo de oscura carretera, no era miedosa y necesitaba, por encima de todo, que le diera un poco el aire.
Al rato de estar caminando por el andén izquierdo de la vía a paso ligero, de la ventanilla de un vehículo que iba en su misma dirección y que se acercó a ella, salió una voz que le preguntaba si la acercaba a algún sitio.
Ella, sin parar de andar, miró hacia dentro del coche y al volante vio a un chico joven al que contestó educadamente "no, gracias" (con cara y tono de "¿estás loco? no subo a tu coche ni harta del vino que bebí"), pero el conductor insistió diciendo "venga, sube; es peligroso andar sola a estas horas, se oyen tantas cosas en la tele..." (que, por su parte, equivalía a un "¿no estarás pensando que quiero ligar contigo? tranquila chica, para nada es mi intención").
A ella, que ya se le estaba haciendo largo el camino a pie y que, además, era muy confiada, escuchar esas palabras la horrorizaron y, sin pensarlo mucho, intuyó que si le hacía ese comentario es porque se trataba de una buena persona. Y subió.
Pero inmediatamente empezó a imaginar cosas raras y creyó que, efectivamente, era una locura encontrarse dentro de un vehículo con un extraño que no soltaba prenda y vete tú a saber adónde la llevaría.
El joven, por su parte, pensó que no le daría mucha conversación para evitar precisamente que ella pensara cosas raras, por lo que se limitaría a preguntarle adónde quería que la llevara.
Y así, con estos pensamientos circulando a la par en sus respectivas cabezas, fue como llegaron a un semáforo en rojo, momento y lugar en el que Celia, en un gesto impulsivo, abrió la puerta y, soltando un apresurado "gracias" como quien pierde un tren, salió del mismo despavorida, con tan mala fortuna que en ese preciso momento fue arrollada por un vehículo que circulaba a toda velocidad y que no se detuvo, quedando tendida en el asfalto y perdiendo la vida al cabo de unos segundos ante la atónita mirada del joven que, arrodillado a su vera y completamente espeluznado, se echaba las manos a la cabeza y se preguntaba "¿quién me mandaría a mí pedirle que subiera a mi coche?".
Al día siguiente, sus amigos lloraron desconsoladamente su muerte, especialmente Maite, que no dejaba de preguntarse "¿qué debió suceder cuando se marchó de su casa con Román?".
Román, por su parte, no daba crédito a lo sucedido ("¿cómo era posible que se fuera con un desconocido tras dejarla en su casa?").
Y su padre, que no es que sumara un vacío más a su vida, es que su vida se quedó vacía para siempre, tampoco dejaba de darle vueltas a una idea: "¿cómo era posible que su hija hubiera estado la misma noche con amigos y, luego, estuviera con un extraño?".
Celia, que era la única que tenía la respuesta a casi todas esas preguntas, cuando se reencontró con su madre, le dijo: "mamá, yo solo quería que papá te trajera pronto las flores".